Mayordomos del alma

 

Por Josué I. Hernández

 

“Porque ¿qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma? ¿O qué recompensa dará el hombre por su alma?” (Mat. 16:26).

 

Un mayordomo es responsable de algo que se la confiado. Los seres humanos son mayordomos de sus almas. El cuerpo y el alma del hombre son dones que implican su mayordomía. El alma es la parte interna e invisible del hombre, que incluye el corazón o mente. El alma controla al cuerpo, y lo utiliza como instrumento de su voluntad para bien o para mal. Cada uno de nosotros dará cuenta a Dios por el uso de su cuerpo y alma. Esta mayordomía de cuerpo y alma hace posible cualquier otra fase de nuestra mayordomía.

 

El alma humana ha sido creada por Dios a su imagen

 

Dios es un ser espiritual (Jn. 4:24) que ha creado espíritu, o alma, para que habite nuestro cuerpo humano (cf. Gen. 1:26). Este espíritu o alma es también llamado “hombre interior” (2 Cor. 4:16). En las sagradas Escrituras “alma” y “espíritu” en varias ocasiones se usan intercambiablemente (ej. 1 Rey. 17:21,22; Sal. 16:10; Hech. 2:31; Sant. 2:26). Es en el momento de la concepción cuando el espíritu es puesto por Dios en el cuerpo (Zac. 12:1), un espíritu inocente, libre de culpa, porque Dios es “padre de los espíritus” (Heb. 12:9).

 

El alma luego de la muerte

 

Cuando se produce la muerte física el alma es “pedida” o “reclamada” (Luc. 12:20), entonces, el cuerpo queda sin su espíritu que lo habitaba y, por lo tanto, queda muerto (Sant. 2:26). Pero, el alma no deja de existir, ni queda dormida en inconsciencia. La Biblia nos informa que luego de la muerte física el alma que salió del cuerpo va al Seol (término hebreo) o Hades (término griego). David profetizó la resurrección de Cristo, “su alma no fue dejada en el Hades, ni su carne vio corrupción” (Hech. 2:31; cf. Sal. 16:10).

 

Es evidente que el alma no es aniquilada, o reducida a la inexistencia, cuando se produce la muerte física. Al momento de la muerte del cuerpo el alma sale de su “morada terrestre” (2 Cor. 5:1) produciéndose la “partida” (gr. “exodos”, 2 Ped. 1:15; cf. Luc. 9:31) hacia el Seol o Hades. El alma de Jesús no se quedó en el Seol, sino que volvió al cuerpo resucitado.

 

El rico insensato fue reprendido por Dios, “Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma; y lo que has provisto, ¿de quién será?” (Luc. 12:20). Es decir, el alma sería reclamada y saldría del cuerpo a consecuencia de esto. La historia del rico y Lázaro es otra confirmación de que el alma sobrevive la muerte física. En esta historia hay dos ricos, uno de ellos es Abraham (Luc. 16:19-31). Habiendo experimentado la “partida” de sus cuerpos, tanto Abraham (el rico piadoso) como el rico impío, continuaban conscientes, recordando, reconociendo, e incluso, dialogando. Así también Lázaro, cuyo cuerpo yacía en el polvo, era consolado mientras el rico impío era atormentado. Tanto Jesús como el ladrón arrepentido murieron y fueron sepultados, pero el hombre interior de cada uno, es decir, sus almas, fueron a un paraíso preparado por Dios en el reino del Hades (cf. Luc. 23:43; Hech. 2:31). Esta es la razón por la cual leemos de almas conscientes, recordando, e incluso, clamando a Dios “a gran voz” luego de haber “sido muertos por causa de la palabra de Dios y por el testimonio que tenían” (Apoc. 6:9-11).

 

Funciones del alma

 

El alma, o persona interior, tiene mente, inteligencia y racionalidad. El alma es capaz de comprender el bien y el mal, y elegir entre los dos, basada en su comprensión, “La ley de Jehová es perfecta, que convierte el alma; el testimonio de Jehová es fiel, que hace sabio al sencillo. Los mandamientos de Jehová son rectos, que alegran el corazón; el precepto de Jehová es puro, que alumbra los ojos” (Sal. 19:7,8). El alma puede comprender hechos e información, “mi alma lo sabe muy bien” (Sal. 139:14). El alma puede recopilar los datos que crea necesarios para tomar decisiones que encaucen la existencia terrenal (cf. Deut. 4:9; 11:18).

 

El amor y el odio son funciones del alma. Dios aborrece la religión falsa, y el pecador aborrece la palabra de Dios (Lev. 26:30,43). Sin embargo, debemos amar al Señor con toda nuestro corazón, alma y mente (Deut. 6:5; cf. Mat. 22:37).

 

El dolor y la esperanza son funciones del alma. Mientras el cuerpo sufre dolor, el alma se lamenta por dentro (Job 14:22). Por su parte, la esperanza no es una facultad fisiológica, sino una función del alma, “la esperanza… como segura y firme ancla del alma” (Heb. 6:18,19).

 

Una destacada función del alma es el servicio a Dios, la oración y la adoración en general. Por ejemplo, el arrepentimiento es algo que sucede en el alma, “Mas si desde allí buscares a Jehová tu Dios, lo hallarás, si lo buscares de todo tu corazón y de toda tu alma” (Deut. 4:29). El “alma”, el “corazón” y el “espíritu” de Ana estaban activos en su oración por un hijo (1 Sam. 1:10-15). Con su alma triste Cristo oró en Getsemaní (Luc. 26:38; cf. Rom. 10:1). Mientras estaba rodeado de enemigos, peligros y tentaciones, David anhelaba y buscaba profundamente a Dios, “Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, así clama por ti, oh Dios, el alma mía. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo; ¿cuándo vendré, y me presentaré delante de Dios? Fueron mis lágrimas mi pan de día y de noche, mientras me dicen todos los días: ¿Dónde está tu Dios? Me acuerdo de estas cosas, y derramo mi alma dentro de mí; de cómo yo fui con la multitud, y la conduje hasta la casa de Dios, entre voces de alegría y de alabanza del pueblo en fiesta. ¿Por qué te abates, oh alma mía, y te turbas dentro de mí? Espera en Dios; porque aún he de alabarle, salvación mía y Dios mío” (Sal. 42:1-5).

 

Por la lectura de estos, y otros pasajes, aprendemos que el alma anhela, se desanima, se abate, espera, y adora, “Bendice, alma mía, a Jehová, y bendiga todo mi ser su santo nombre” (Sal. 103:1).

 

El alma es responsable ante Dios

 

El alma debe dar cuenta de sí misma a Dios. Esta es una cuenta individual, es decir, personal, “He aquí que todas las almas son mías; como el alma del padre, así el alma del hijo es mía; el alma que pecare, esa morirá… Y apartándose el impío de su impiedad que hizo, y haciendo según el derecho y la justicia, hará vivir su alma” (Ez. 18:4,27). El asiento de la voluntad es el alma, por lo tanto, el alma es la que toma las decisiones, y debe dar cuenta de ellas.

 

En vista del juicio venidero, Pablo escribió, “Y el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo” (1 Tes. 5:23). Los “vosotros” del pasaje son los tesalonicenses, seres con “espíritu, alma y cuerpo”. Aquí, “espíritu” y “alma” son una referencia a la naturaleza invisible del ser humano, mientras que “cuerpo” es una referencia a la visible. El “espíritu” es la naturaleza eterna e inmortal del hombre; “alma” es la vida, o vitalidad, resultante de su naturaleza; y “cuerpo” es el hogar terrenal de la naturaleza invisible del hombre. El alma carga con la culpa del pecado, o disfruta de la ausencia de pecado y culpa.

 

El alma puede ser castigada y atormentada, o recompensada y consolada. Cristo dijo, “¿qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?” (Mat. 10:28; 16:26). Perder el alma es ser arrojados al tormento eterno del infierno (cf. Mat. 25:46).

 

Jesús promete descanso para el alma. El Señor sabe cuán gravemente el alma sufre bajo el pesado yugo del pecado y la culpa, “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mat. 11:28,29).

 

El alma salvada

 

Nuestra alma puede ser salvada del poder y la culpa del pecado, y del castigo eterno. Dios ha proporcionado una forma de perdón de nuestros pecados a través de un sacrificio perfecto, la sangre expiatoria de Jesucristo, su Hijo unigénito (cf. Lev. 17:11; Jn. 1:29; 1 Jn. 4:10).

 

El alma del creyente se vale de la sangre purificadora del santo Cordero de Dios al obedecer al evangelio de Cristo. El dinero no puede redimir el alma, pero podemos ser salvos “sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir… con la sangre preciosa de Cristo… Habiendo purificado vuestras almas por la obediencia a la verdad” (1 Ped. 1:18-22).

 

Como leemos, la sangre de Cristo obra la redención, pero siempre es necesaria la obediencia del creyente para alcanzar la salvación en Cristo (cf. Mar. 16:16; Luc. 24:47; Hech. 2:38; 22:16; Apoc. 1:5).

 

Los deseos carnales se oponen fuertemente al alma (1 Ped. 2:11). “Los deseos carnales producen para el alma la muerte eterna, la separación eterna del alma de su Creador” (B. H. Reeves). Pero Cristo nos dirige y nos libera como “Pastor y Obispo de vuestras almas” (1 Ped. 2:25).

 

El alma inmortal

 

Nuestra alma pasa por tres etapas de existencia, indicando su naturaleza inmortal. Primero, el alma habita un cuerpo terrenal (cf. Mat. 10:28; Luc. 12:20; Sant. 2:26). Segundo, en la muerte física el alma es llevada al Hades donde habita sin cuerpo (Hech. 2:27,31), un estado comparado a una persona desnuda, sin ropa (2 Cor. 5:3). Finalmente, el alma habitará un cuerpo resucitado, y la persona sufrirá los tormentos eternos, o la bienaventuranza eterna del cielo (Jn. 5:28,29).

 

¿Qué clase de mayordomos somos?

 

La forma en que manejamos la mayordomía del alma determinará en última instancia cómo manejamos cualquier otra mayordomía que Dios nos haya confiado. Cuando fallamos en la mayordomía del tiempo, las oportunidades y las capacidades, es que estamos fallando en la mayordomía del alma.

 

El Señor Jesús dijo, “Porque ¿qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma? ¿O qué recompensa dará el hombre por su alma?” (Mat. 16:26).

 

Si la vida terrenal es pasajera, pero el alma es inmortal, ¿no debiéramos quitar todo énfasis a las relaciones y posesiones terrenales priorizando por lo espiritual y eterno? Ciertamente debemos estar dispuestos a realizar cualquier sacrificio, y pagar todo precio, para mantener la esperanza de comunión eterna con Dios en el cielo.